Alberto Triana
De los muchos problemas que agobiaban la rutinaria y gris existencia de la Ciudad de México en el nuevo siglo XX, ninguno tan extraño, tan trágico para el país, como la serie de intrigas de Félix Díaz que derivó en los hechos de sangre conocidos como el doble asesinato de Lecumberri. En realidad fueron más, agregando la fatal y triste emboscada de Bernardo Reyes en Bucareli. Tras su muerte, la policía capitalina confiscó una espada española de acero templado y reluciente, con un dragón precolombino grabado en la empuñadura. También se decomisó un diario español, minuciosamente editado, que narraba una versión de la conquista de México (pero curiosamente no era el de Bernal Díaz del Castillo, Crónica de la Nueva España). Evidencia toda que confirmaba la existencia de las sociedades secretas del siglo anterior, como la Logia Lotauro, los yorkinos y el rito escocés. Las sospechas de que Bernardo Reyes era parte de la Orden de Dragón iban en aumento, y sus agentes encontraron su destino fatal durante la breve pero sangrienta guerra civil.
El regimiento secreto de dragones: se trata de una unidad de élite, una policía secreta en México creada para la protección del presidente. El primer militar de la Orden del Dragón fue Porfirio Díaz, nombrado general del oriente por Juárez. El regimiento estaba integrado por militares excepcionales que contaban con fuero secreto, ya que podían abusar de la fuerza, la tortura y hasta el asesinato. Los dragones tenían a su disposición las armas más modernas y mortíferas: pistolas, rifles y explosivos traídos desde los Estados Unidos. Ahora estos siniestros agentes colaboraban con el embajador norteamericano, Henry Lane Wilson. Todo el personal policíaco y de inteligencia databa de la época del porfirismo.
Ciudad de México, enero de 1913: Las reuniones del regimiento secreto se efectuaban todos los días en un viejo edificio colonial dentro del anonimato que otorga la Ciudad de México donde antiguamente se reunía la Logia Lotauro. Todas las tardes se conspiraba contra el nuevo gobierno. Ahora Félix Díaz estaba en una reunión para ser asesorado los generales Manuel Mondragón, Gregorio Ruiz y Bernardo Reyes, y muchos militares golpistas más, todos ellos pertenecientes al regimiento secreto de dragones. Félix había engordado un poco, dejando atrás los últimos rastros de juventud; se había vuelto la viva imagen del militar mexicano: alcohólico, ambicioso, malhablado, sin escrúpulos. Pero el ánimo del año nuevo obró en él, quizá su Año Feliz. Callaron todos alrededor de la mesa donde había un par de espadas antiguas, todos estaban puestos a escuchar la voluntad del gran caudillo Huerta, en realidad el último prodigio del Colegio Militar.
En su educación, Félix Díaz había recibido algo de Virgilio, aunque también pudo haber elegido al Angelus Silesius o alguna aria italiana. A pesar de su refinamiento, Félix seguía resentido con la administración Madero por haber expulsado a su tío, Porfirio Díaz, el héroe del siglo XIX, el que salvó a México de la intervención francesa, el visionario que trajo la locomotora al país.
Madero, inexplicablemente también portó una espada española como la de la Orden del Dragón durante su campaña electoral contra la reelección porfirista.
Pero Félix Díaz también muestra iniciativa en la reunión: su estrategia para la toma de la Ciudad de México sería la de disparar toda la artillería y detonar la mayor cantidad disponible de granadas y explosivos de los cuarteles militares para sembrar el pánico entre la población y atraer una posible intervención norteamericana, gracias al embajador Henry Lane Wilson.
—Tenemos asegurado parque y explosivos suficientes. Durante el desfile, a los maderistas los obligaremos pasar por la avenida…
—Bah —alguien minimizó su plan— ¿En dónde estaba usted Félix Díaz, mientras su tío ya había formado la Orden del Dragón?
—Tranquilo Mondragón —dijo Huerta—, el señor Díaz ha tenido algunos reveses. Acaba de ser encarcelado por los maderistas de Beltrán. Salió de prisión gracias a la influencia de la Orden y a los magistrados porfiristas.
—Es cierto, pero también brigadier Félix Díaz ni siquiera nos ha demostrado una victoria—siguió el reproche—. Es simplemente la burla de la prensa de oposición.
—Yo sólo puedo asegurarles que no se me había revelado siquiera la existencia de la Orden del Dragón en México hasta hace poco—contestó Félix.
—¿Se da cuenta Félix Díaz, de que los norteamericanos se preparan para la guerra, para una gran guerra en Europa? Pronto tendrán pistolas y rifles automáticos para cada soldado, capaces de disparar cientos de balas por minuto. Es algo simplemente inimaginable. Y pensar que Madero sigue enfureciéndolos.
—Sí, sé de su rivalidad con la familia Guggenheim de Nueva York. La familia Díaz trajo la locomotora a México, mientras que Madero y los suyos sólo piensan en impuestos ferroviarios.
—Por eso era tan importante la paz porfiriana. Durante el porfiriato brigadier, la gente decía que no pasaba nada en la Ciudad de México. Pero no era así, había una lenta pero segura transformación, una lenta pero segura industrialización del país gracias a la familia Díaz.
—Entonces hay acuerdos tácitos con el vecino del norte que no se pueden romper…
—Así es brigadier. Para eso está aquí el embajador Henry Lane; entiéndalo bien Félix, es preferible tener acuerdos, negociación, a perder más territorio mexicano.
—¿Saben de la Orden del Dragón?
—Algo intuyen brigadier, sobre todo la Logia del Rito Escocés y el Círculo Mutualista. Pero no saben de las espadas que atesoramos. Y es mejor. ¿Ha leído la copia de su diario, Félix? Moloch y el dragón Quetzalcóatl son deidades benévolas frente al capitalismo norteamericano. Con los recursos naturales que tiene México se puede influir en las economías de la región centroamericana.
—Debe entender Félix que los norteamericanos no quieren mestizaje, nunca lo han deseado, por eso diezmaron a la tribus indígenas del norte. La familia Díaz nunca hubiera existido para ellos. Pero mayor fue nuestra tradición hispana frente a los puritanos del norte. España fue siempre un mosaico de culturas. Si alguna vez existió un samurái en México, ése sin duda fue Cortés. ¿Ve esta espada Félix? Se necesita una fuerza sobre humana para cargarla, para hacer un mandoble, una estocada española, ya no digamos para partir en dos a guerreros aztecas y monolitos de piedra. Pero fue gracias a Cortés y su voluntad prometeica de forjarla con el fuego del volcán. Cortés también era humano, demasiado humano.
La cámara de los dragones ocuapaba el sótano, aunque en la planta baja del edificio colonial usurpaba el espacio una biblioteca con libros incompatibles del siglo XIX en México: Ocampo, Comonfort y Ponciano Arriaga. Anteriormente se habían guarnecido en la quinta del general Alfonso Reyes en Monterrey.
Así quedó establecida esa tarde la junta militar en un viejo edificio colonial dentro del anonimato que otorga la Ciudad de México. Mientras duraran los enfrentamientos, Huerta mandaría a una muerte segura a las tropas leales a Madero. Debido al caos y a la nueva espiral de violencia, Madero entonces buscaría proteger a su esposa y a su propio hermano, Gustavo, enviándolos con su espada secreta a la embajada de Alemania o Japón, donde no les negarían la entrada por portar el arma con el signo del dragón, demostrando que el monstruo tiene alcance universal en la lúgubre carrera militar entre las potencias.
La forma de la espada: la Orden del Dragón aseguraba tener un sable español atribuido a Cortés, posiblemente el arma que decapitó al dragón azteca. El acero era español, pero el acabado, curiosamente era germánico, tal como lo describiría el barón Alexander von Humboldt en su Viaje por el equinoccio americano.
Diario del capitán Oviedo, 3 de mayo de 1521: Desde la Vera Cruz llegaron doscientos españoles más de apoyo, con arcabuces, y veinte caballos. La estrategia de Cortés es atacar por el agua armando bergantines, acelerando su construcción con los esclavos derrotados…
Diario del capitán Oviedo, 17 de junio de 1521: Se decidieron los tres frentes para el asedio final a la Gran Cairo. Cortés y su guardia entran a punta de escopetazos, las municiones se acabaron y entonces docenas de indios son despedazados gracias a las nuevas espadas del dragón. Las avenidas se llenan de sangre. Hay mucha confusión pues han tenido dos emperadores apresuradamente. La guardia española y los tlaxcaltecas hicieron volar la cabeza del horrible dragón, que casi aplasta a Cortés. Cuando se recuperó, alcanzó su espada y le cortó la pierna a un atacante. Cortés había llevado a Virgilio hasta sus últimas consecuencias: el fin del doceavo libro, gracias a la doceava espada, la suya, forjada en el fuego del alba.
Diario del capitán Oviedo, 14 de agosto de 1521: Decae la grandeza de este nuevo Egipto. La Gran Cairo no pudo hacer frente a los Señores del Acero. Pedro de Alvarado contemplaba lentamente, con ojos envidiosos por el oro, el fin de esa extraña civilización. Ahora tenía pensado ir al sur a buscar más oro en otras pirámides. Cortés podía ser rudo y áspero, pero sin duda un hidalgo en su determinación de acabar con los enemigos del rey en este nuevo mundo sin leyes. Sus recuerdos de España lo acercaron a la juventud de su sangre, y la aspiración a una noble identidad lo hicieron ahondar en el ayer latino. Aquella ciudad está ahora destruida, para siempre, justo como César terminó el asedio de Alesia. No se sabe con exactitud cuántos guerreros cobró la espada de Cortés, pero fueron cientos, quizá miles.
Félix Díaz, entre los pormenores de la reunión del regimiento secreto, termina de leer el diario del capitán Oviedo, una copia editada y entregada sólo cuando se entra a la Orden del Dragón, prestando juramento y lealtad para siempre. Había comprendido, durante la tarde, fragmentos de un México desconocido para él. Fragmentos de la memoria del Capitán Oviedo, de Alvarado, Portocarrero y Cortés, aquél samurái español, soldado de la guerra del tiempo en permanente lucha contra el olvido.
Los conspiradores aprovecharían la confianza del presidente Madero en el general Huerta para introducir jinetes armados y explosivos a la capital. ¿Con qué objeto construyeron los griegos la enorme mole de ese caballo? ¿Quién le construyó? ¿A qué le destinaban? ¿Era un voto religioso o una máquina de guerra? Tales eran las preguntas del rey Príamo en el segundo libro de La Eneida de Virgilio. Díaz comprendía entonces por qué la cultura latina es la más sabia e ilustre de Europa. Comprendía entonces el rigor de su tío por el linaje de las armas y la mística militar. Comprendía, que sin la mística ni el secreto no habría triunfo. Sabía las consecuencias de un doble asesinato en el nuevo gobierno. Se imponían nuevas reglas de la mafia política. Los dragones, aprovechando la confusión, tomarían entonces por asedio la Ciudad de México de manera fugaz, como los meteoros y los cometas en el crepúsculo del sol occidental. La emboscada final sería en Lecumberri, la misma penitenciaría donde se encarceló a Félix Díaz por su traición al nuevo orden.
Lo único que quedaba claro es que la Ciudad de México nació y se desarrolló siempre dentro una espiral de violencia. Así sería la revocación del presidente Madero y del vicepresidente Pino Suárez. A partir de esa reunión con Huerta sus días estaban contados. La única duda de Félix Díaz era: ¿quién sería el protagonista final de la historia de México en este nuevo siglo?